noviembre 21, 2004

Compulsiones

Me gusta detenerme a platicar, de noche y acerca de la noche.
Cuando todo el silencio se rompe sólo por el paso de un auto, por el ruido del camión que limpia la calle, por el maullido de algún gato que va de caza y responde de vez en cuando al reclamo de los hijos.
De noche realizo mis encuentros. Estando tan lejos los horarios no me permiten otra cosa que mantenerme despierto mientras otros apenas están a mitad de su día.
Este espacio, fuera de casi toda distracción, es el que ocupa mi imaginación. Libre de todas las ataduras convencionales pertenecientes al día, me doy tiempo para proteger a quien tiene miedo de que llegue la hora de dormir, para cantar alguna vieja canción y compartirla con quien suele escucharme, para recordar un poema o, abriendo a la suerte algún libro, descubrir uno nuevo (los libros de poemas pueden tener esa ventaja: ser siempre nuevos porque pueeen no leerse de corrido, sino abrirse donde la suerte nos indique y basta).
Hace algunos días la Sing, antigua compañera de desvelos bulímicos y ahora pequeña pero siempre importante razón de algunos desvelos, me sugirió abrir este espacio.
Dediqué parte de una noche a seleccionar algún color y a aprender algunas cosas al respecto. Esta es la segunda noche que me detengo a calcular cuántas noches más me quedan, para intentar definir qué hacer con ellas, para escribir alguna cosa que alguien lea y, quizá, comprenda y comparta porque ha vivido al revés en el tiempo como yo.
Para el resto de mí mismo, mis amigos y mis familiares, el sol puede estar presente; aquí ya es otra cosa.
Las que son y no son mías ya duermen. Quizá en sueños maldicen tanto ruido de teclas algo frenéticas, o quizá el sonido las acompaña como fondo mientras hacen lo que desean en sueños.
Hoy, sólo deseaba terminar de anochecer.
Desordenada y compulsivamente.

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