octubre 31, 2007

Baila conmigo

"Aunque no sepa bailar, bala conmigo."
Época en la que no se veía la hora de que alguien organizara una fiesta para verla allí, esperando que sus padres le dieran permiso para quedarse al menos hasta las once de la noche.
Días de despertares, de cambios profundos.
Era la edad en la que uno comenzaba a fijarse en el sexo opuesto, cuando cada vez con mayor frecuencia se deja de jugar con los amigos para sentarse a platicar con una "ella".
Yo no sabía bailar.
Nunca supe.
Y sin embargo quería bailar con ella.




Dónde estará. Qué habrá sido de aquella, mi pubertad. En qué momento comencé a preocuparme por usar zapatos de tacón en lugar de calzado deportivo y cómodo. Cuándo dejé las quejas por tener que ir a la peluquería. Qué me hizo comenzar a escoger mi propia ropa. Qué rostro, qué manos, qué mirada, qué cabellos me iniciaron al deseo.
Sólo queda el recuerdo de una vieja canción cuyas palabras tardé mucho en pronunciar.
Es que no sabía bailar.
Nunca supe.

junio 19, 2007

Aclaraciones

En el post anterior, Monologuito acerca del odio, puede llegarse a tener la impresión de que siento eso por Medea, nuestra gata rubia, y quería especificar que no es así.

Terminó, digamos por accidente, como última e importante protagonista (un ejercicio de escritura automática que intenté hace años), y la única cosa que se me ocurre es que ese día (el del ejercicio) Medea hizo algo que me hizo enojar.

¿Qué podría haber hecho como para dedicarle un final de texto así? Creo que son pocos los motivos para merecer tanto odio y los que se me ocurren nunca han sucedido. Así que si alguna vez alguien me pregunta por qué la tomé como musa no me quedará más que responderle que no lo sé, que ya no recuerdo.

Nobleza obliga.

junio 18, 2007

Monologuito acerca del odio

Digamos que poco o nada me importa ya, y a las cosas o personas a las que permanezco abrazado poco o nada les importo.

Por ejemplo, me importa aquella pluma que me huye cada vez que me ve llegar sabiendo que poco o nada lograré empuñándola. De la muerte, esa que tantos odian, sé que camina a mi lado. A veces juego a meterle el pie y a veces hasta le hablo de tú. No sé cuándo se cansará de sufrir mis vejaciones.

He perdido el orgullo, aunque lo reclamo cada vez que alguien me llama estúpido. Es decir, no tolero que alguien menosprecie lo poco o mucho que tengo en la cabeza, y que al fin y al cabo es lo único que realmente me pertenece, cosa que odio.

A veces soy yo quien huye, como lo hago con el sol. Me gusta si viene con el viento, pero lo odio cuando despierta a la humedad y a los mosquitos. Además, he descubierto que mi piel es sensible a sus manos, y entonces prefiero refrigerarme bien mientras los otros se tumban a leer debajo de él.

Por cierto, prefiero leer en el baño, aunque tengo miedo de que me pase lo que al Jefe Fierro, que terminó por orinar sentado.

Odio el calor, continúo, porque me desbarata los libros mal editados, esos que odio porque no se dejan leer tan rápido como yo quisiera.

Odio al cilantro y al perejil porque siempre los confundo, aunque casi no puedo prescindir de ellos para ciertos sabores que me traen recuerdos. Odio no poder comer tacos de longaniza frita en grasa de puerco y odiaría llegar a tener que sustituirlos para siempre con la pasta fría, por mucho que me guste. Odio mi superarroz superenergético porque me hace superengordar aunque me superguste.

Odio no dar limosna porque no tengo para darla, o quizá porque me asalta el pensamiento de que quien pide pueda tener más que yo.

Lo que no odio es su sonrisa, aunque la esconda todo el día y me haga explotar, cosa que odio. Odio no podérsela arrancar, pero comprendo que ella está hecha así. Me agrada, eso sí, que siga allí, mirándome y sabiéndome de vez en cuando (odio tener la duda de si este "cuando" lleva acento o no), huyéndome siempre. La odio porque ya no me deja acariciarla pero me gusta saber que sigue viva, que se queja silenciosamente de mí y de mis pequeñas bromas (las que estoy seguro odia porque, queramos o no, pertenecemos a diferentes modos de vivir la vida, de ver las cosas).

Odiaría, en fin, que se muriera o que le pasara algo malo. O que se fuera o que tuviera yo que separarme de ella.

Pero odio seguir así.

Trataré de ganármela de nuevo con caricias y alguna que otra concesión. Pero si no sirve nada de esto, alguien va a encontrar algún día en esta casa una gata totalmente rasurada, y a mí quizá de mejor humor.

Eso sí, seguro me odiarán por ello; más ella que, de todas maneras, creo que ya me odia.

junio 15, 2007

El que tenga puercos...

De regreso de un largo período sin escribir en este blog.

Leyendo antiguas entradas (verdaderamente antiguas), repaso la lista de barbaridades para reírme un rato y me encuentro con que incluí la famosa frase "El que tenga puercos que los amarre y el que no, que no".

Sería interesante saber las versiones que corran por allí acerca del origen de esta frase cuya sintaxis confunde pero se aclara si se conoce su historia, la que me permito narrar en la versión de un tío mío.

Resulta que en un pueblo había dos vecinos cuyos jardines colindaban. Uno de ellos, al que llamaremos simplemente A, tenía un puerco que paseaba libremente por su jardín. Un día, el puerco encontró un hueco por el que pudo pasar al jardín del vecino, a quien llamaremos B. El animal se dedicó entonces a comer todo lo que encontró, provocando algunos desastres. B, al darse cuenta de lo que el puerco de A había provocado decidió "cobrarse los daños" quedándose con el animal. Para ello le puso un lazo al cuello y lo amarró para que no pudiera regresar al jardín de su dueño.

Cuando A se dio cuenta que su puerco había desaparecido de su jardín, se dedicó a buscarlo hasta que lo encontró amarrado a un árbol dentro del jardín de B. Pensando que había sido víctima de un robo, se dirigió al Presidente Municipal, máxima autoridad del pueblo, y acusó a B de haberle robado el puerco. El Presidente Municipal ordenó que B fuera llevado delante de él para pedirle explicaciones. Cuando B se presentó, escuchó la acusación que A había promovido en su contra y se defendió diciendo que la ley decía que el puerco le pertenecía, ya que no lo había robado sino que el puerco, "por su propia voluntad", había entrado en su jardín, expresando así "el deseo de cambiar de dueño", y concluyó pidiendo al Presidente Municipal que fallara la decisión en su favor, otorgándole la propiedad legítima del animal.

Era cierto: A no había tenido los cuidados necesarios para prevenir que el animal escapara de su propiedad y B, aun sabiendo de quién era el animal, se había apropiado del mismo disfrutando en su favor el hecho de haberlo "encontrado" dentro de su propiedad y amarrándolo para que no regresara a su antiguo dueño.

El Presidente Municipal tuvo que fallar en favor de B según la ley, pero sabiendo que la cosa no era justa y para evitar en el futuro este tipo de "malas interpretaciones legales" por parte de gente sin escrúpulos, decidió publicar un bando que puso bien visible a todos: "El que tenga puercos que los amarre y, el que no, que no", sentando así un precedente para poder fallar en un futuro en contra de quienes, aprovechándose de ciertas situaciones, se "pasan de listos".